Existe el desamor, y luego está la lenta y humillante realización de que alguien que te importa en realidad nunca te vio. Dicen que los amores no correspondidos son los más trágicos, pero yo creo que los peores son los que te hacen sentir invisible.
Había un chico en la universidad que cumplía todos mis requisitos superficiales: ojos color miel, pelo lindo, una sonrisa que nunca había visto. Tenía todo menos… profundidad. Su personalidad era plana como una hoja en blanco, pero eso no evitó que me gustara.
A veces, nos aferramos a personas que nos atraen físicamente y nos convencemos de que eso basta. Spoiler: no basta.
Éramos amigos. Solo amigos. Porque él era hetero y yo lo sabía. Me lo repetía como un mantra, y sin embargo, había momentos en los que me confundía. ¿Miradas? ¿Comentarios ambiguos? Tal vez solo mi imaginación. Y después, para empeorar la situación, se volvió más cercano a mi mejor amigo (que ya no es mi mejor amigo), y yo — inevitablemente — sentí celos.
De la forma en que pequeños destellos de resentimiento empiezan a envenenarlo todo.
El problema de gustar de alguien que no puede corresponderte no es solo el rechazo. Es el vacío emocional que a veces te hacen sentir, aunque no lo hagan a propósito. Yo intenté expresarle lo que sentía, no en un sentido romántico, sino en ese reclamo silencioso de: hazme sentir que me valoras. ¿Y qué hizo él? Consultó a ChatGPT para responderme. Como si mis emociones fueran un ticket de soporte técnico.
Debí haberme dado cuenta antes. Como cuando le regalé un bastón de caramelo en un detalle grupal y él me lo devolvió con un seco “no me gustan los dulces”. Pequeños golpes a mi cariño, pequeñas señales de que para él, yo era fácilmente descartable.
Y luego, cuando se enteró de que alguna vez me había gustado, su reacción no fue la incomodidad amable de alguien que entiende, sino el desprecio de alguien que quiere borrar cualquier rastro de tu existencia. Frío, distante, negligente emocionalmente. Lo peor era mi empeño en mantener la amistad, a pesar de todo, lo apreciaba. Hasta que un día me llegó su mensaje final y cuatro palabras que jamás olvidaré: “Mija, no soy gay.”
Ahí fue cuando se me rompió algo por dentro. No por el rechazo, sino porque él sabía que odiaba la palabra “Mija”. Y la usó igual. Como una estocada final.
Lloré hasta las tres de la mañana, pero no por él, sino por la humillación de haberle dado tanto espacio en mi corazón a alguien que no tenía espacio para mí. Mi mejor amigo me escuchó toda la madrugada. Y al otro día, salió con él a jugar bolos.
Si les dijera que ese fue el punto de quiebre, les estaría mintiendo, porque aún así me quedé. Pero esa es historia para otro día.
Debo decir que en ese momento me di cuenta de que no se trataba sólo de amor, amistad o rechazo.
Se trataba de dignidad.
Porque tal vez no era a él a quien quería. Tal vez sólo quería que alguien -cualquiera - me eligiera. Que dijera: “Te veo. Me importas”. Y tal vez el verdadero dolor no era que él no me correspondiera, sino que yo siguiera amando a personas que no sabían amar en absoluto. Yo había elegido su amistad, por sobre lo que sentía, y al final, no bastó.
Así que lo dejé ir.
Los dejé ir.
Y empecé a elegirme a mí.
Porque a veces, la única forma de dejar de perseguir el amor que crees merecer… es finalmente creer que mereces más. Más que inteligencia artificial, más que emociones sin profundidad y más que ChatGPT.